Actualizado 07/05/2011 14:00

Rafael Torres.- Al margen.- Bildu, uno más.

MADRID 7 May. (OTR/PRESS) -

Hillary Clinton dice que no sabe por qué se tapaba la cara con gesto de horror mientras contemplaba el asalto a la casa de Bin Laden. Es muy fácil: estaba viendo en directo el asesinato de varias personas. Y a cualquiera que conserve un adarme de humanidad, entendiendo este término en sentido figurado, le ha de espantar necesariamente la violencia. Incluso el intento de despojar al enemigo de su condición de ser humano, de cosificarle y demonizarle para justificar su exterminio, resulta infructuoso ante la escena real en que a unos hombres les vuelan la tapa de los sesos. Puede, desde luego, que Bin Laden no sintiera la menor emoción ante las escenas de sus propias devastaciones, pero la reacción física, que la experimentaba, según se sabe, hasta el genocido Heinrich Himler cuando asistía a los asesinatos de sus SS, se desencadena sola. A lo mejor la Secretaria de Estado consideraba lo que veía como la cosa más natural y hasta más edificante del mundo, pero la tal Hillary Clinton que llevaba debajo se estremecía de horror.

Aquí, los crímenes de ETA también nos han estremecido siempre, como todos los crímenes, de horror, y por eso es difícil entender la cerrada renuencia de muchos a conseguir, por los medios posibles, que no vuelva producirse, nunca, ninguno más. Una renuencia que ha llegado al punto de no tomar en consideración el rechazo explícito a toda violencia que el antiguo entorno social de ETA ha expresado recientemente, cual exige la democracia y determina la Ley de Partidos. Impedir que aquellos a los que tantas veces se exigió abjurar de la violencia pueden concurrir civilizadamente a la lid política, justo cuando han abjurado, no sólo es anticonstitucional como la más alta instancia ha sentenciado, sino un disparate que, como casi todo lo que engendra la visceralidad, atenta contra la razón.

Bildu, la coalición electoral en la que se integra ese mundo, ha aceptado las reglas del juego, y justo es que pueda jugar. El Tribunal Constitucional no ha querido contribuir a la destrucción de esa, ojalá que fundamentada, esperanza para la paz.

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