Publicado 19/06/2018 08:02

Rafael Torres.- El VAR

MADRID, (OTR/PRESS)

El VAR es la única máquina que no le quita el trabajo a las personas: da empleo a cuatro árbitros más en cada partido de fútbol. La pena es que, en consecuencia, los errores arbitrales se multiplican.

Alguien debe de estar ganando un buen dinero con el VAR, y repartiendo algo, pues de otro modo no se explica que semejante marcianada se haya instalado en un deporte, en un espectáculo, cuyo mayor encanto reside precisamente en el error, que es el que convierte el desenlace en imprevisible. El árbitro, que también juega (a árbitro), procuró siempre minimizar sus fallos de apreciación y las injustas decisiones que conllevan, y para ello se ayudaba, aparte de una buena forma física y de un profundo conocimiento del reglamento, de dos colegas en las bandas y aun de un cuarto árbitro que anda por allí por si acaso, pero ahora, con ésto del VAR, le han puesto otros cuatro viendo en la tele la moviola de las jugadas confusas, que son confusas precisamente por aplicarles la moviola. El resultado es ocho tíos, dieciseis ojos, tratando de dilucidar si eso que sucedió en una fracción de segundo en pleno fragor del juego fue mano o no fue mano.

Para cargarse la emoción del fútbol, que también necesita de la indignación por el penalty no pitado a favor del equipo de uno, o del pasmo ante el gol fantasma, el VAR es único: de pronto, el árbitro dibuja en el aire un cuadrado con las manos, detiene el juego, sale del campo y se va a ver la tele, dejando a los jugadores colgados y sin saber si tienen que celebrar el gol objeto de escrutinio o ciscarse en la parentela del árbitro en previsión de que, al regreso de éste, le de por anularlo. Es cierto que podría compensarse en algo la pérdida de espontaneidad y de emoción con un aporte mayor de justicia, pero dieciseis ojos, que ven más que dos, también se equivocan ocho veces más.

A una cosa tan viva como el juego se aplica, porque a un cerebro privilegiado o a un bolsillo insaciable se le ha ocurrido, algo que mata radicalmente la vida: ésta fluye con sus errores y sus aciertos, con sus justicias y sus injusticias, y sólo admite un modo de enmendar lo que la fastidia y pervierte, el de seguir viviendo, seguir luchando, seguir confiando en las propias fuerzas y convicciones, y, por qué no, en que el albur se torne favorable. Por su hubiera pocas cosas que entenebrecen la vida, la del fútbol cuenta con otra que, además, coloca muy alto el listón del disparate: ahora la hinchada insulta a una máquina.