MADRID 10 Jun. (OTR/PRESS) -
Hay en el aire una sensación de vuelta atrás, de regreso a lo peor; al miedo, a la amenaza, a los escoltas, a la revisión de los bajos del coche antes de encenderlos. A la desesperanza. Y es tan dura esa sensación que hace olvidar otras realidades de este país y las necesidades de un sector de la sociedad que sí merece la atención y no los canallas de ETA.
Son las personas mayores, los dependientes. Por fin, el viernes, el Consejo de Ministros, tras largos meses de debates entre autonomías, fijó la cuantía de la ayuda que más necesitan. La Ley de Dependencia (el título es mucho más largo pero se la conoce así) se aprobó en el Congreso, por una de esas extrañas mayorías tan raras en esta legislatura donde el tema terrorista lo ha distorsionado todo, en el mes de noviembre del año pasado. Estaba llena de buenas intenciones y era de esos proyectos de enorme carga social prometidos en el programa del PSOE y absolutamente necesarios dado que la atención a los mayores recae básicamente en la familia mucho más que en cualquier otro Estado de la Unión Europea.
El llamado Estado del Bienestar no alcanzaba a las personas dependientes ni a sus cuidadores, casi siempre mujeres, que incluso tienen que abandonar su trabajo para atender a sus progenitores o sus suegros cuando estos ya no pueden valerse por si mismos.
Como el resto de Europa somos una sociedad no preparada para la longevidad ni para los problemas que ésta prolongación de la vida conlleva. Aquí no hay residencias públicas suficientes; las privadas son tan caras que pocas familias se lo pueden permitir y sobre todo la tradición familiar pesa como una losa y no está bien visto sacar a un padre de la vivienda familiar.
Al margen de alegrarnos de que las familias de más de doscientos mil grandes dependientes vayan a cobrar cerca de quinientos euros al mes por su dedicación debemos preguntarnos cómo han podido aguantar hasta ahora; cómo una sociedad moderna, civilizada y democrática se puede permitir dejar en el abandono a un grupo de españoles que paga sus impuestos como los demás y que, seguramente, se ha dejado el espinazo trabajando toda su vida.
Es verdad que el futuro está en la escuela, que la educación es la asignatura básica para el desarrollo de una nación, pero si a las nuevas generaciones no se les inculca el respeto por las personas mayores y la obligación de atenderles, mal nos va a ir a todos ya que nos enfrentamos a una sociedad de viejos a los que, encima, se les considera un estorbo.
Victoria Lafora