MADRID, 20 Abr. (EUROPA PRESS - Israel Arias) -
La fidelidad, demostrada durante siglos, es lo que ha convertido al perro en el mejor amigo del hombre. La fidelidad, profesada hacia su cine durante ya nueve películas y, por extensión, a su peculiar, simétrica e hiperdetallista forma de entender el mundo, es lo que ha convertido a Wes Anderson en el mejor amigo de la 'modernez' cinéfila.
Isla de Perros es, tras alumbrar en 2009 la también genial Fantástico Mr. Fox, su delicioso regreso al stop-motion, una técnica que le permite plasmar en pantalla todo lo que pasa, clasifica y compone esa cabeza sin tener que supeditar sus pulsiones 'tweeds' a las limitaciones de las imágenes reales.
Isla de perros es una aventura animalista con multiples lecturas actuales que avanza, ladrido a ladrido, al son del inconfundible e irrenunciable ritmo de Anderson pero en la que la fijación por el detalle y la dictadura de lo estético rivalizan con su tremendo amor por Japón. Y no ya solo por su cine -los ecos de sus grandes cineastas son incontables- sino que aquí hay pasión por toda la cultura y tradición visual y sonora del país nipón.
Devoción que el director, que sigue enrachado tras las imprescindibles Moonrise Kingdom y El Gran Hotel Budapest, plasma en una canina pieza de orfebrería técnicamente sobresaliente, notablemente divertida y muy, muy disfrutable.