MADRID 16 Ene. (OTR/PRESS) -
Parece dudoso que, si Sarko y Bruni se han desposado, alguno de los dos haya derramado una lágrima de emoción. No ocurre igual con los personajes del otro lado del océano. Una semana después de que Hillary llorara de humillación al perder unas primarias, se ha visto a George Bush con los ojos temblones en la visita a uno de los memoriales del holocausto. Las lágrimas suelen ser selectivas. Técnicamente, Bush es un sinvergüenza -no se apiada de sus innumerables destripados, enguantanamados, engañados, empapelados, contaminados, como tampoco a sus anfitriones judíos les aflige mucho la suerte de los palestinos que ellos maltratan. Pero demuestra tener sentimientos, un corazoncito, y, tal vez, buenas, aunque peligrosísimas, intenciones.
Lo más característico del hombre no es, sin embargo, el llanto, que compartimos con los animales, sino la risa, que, con excepciones raras, como la reina de Inglaterra, nos distiende las caras. El grado superior de la risa es la carcajada. En su autobiografía ('Dear me') Peter Ustinov la describe como el sonido más civilizado que existe. Llorar bien y con oportunidad es complicado. Es una de las artes de la familia real española. Llorar fácil es cosa de cocodrilos. Pero se está poniendo de moda entre la última hornada de políticos americanos.
Curiosamente, a los españoles nos resulta fácil reír moderadamente en público pero, desde luego nuestros políticos no consideran apropiado sorberse los mocos de tristeza ante los demás. Como los demás, nos falta imaginación para impresionarnos por dolores lejanos: ni siquiera nuestra Familia Real llora por la suerte de los keniatas quemados vivos en las últimas revueltas ni, menos aún, por los ocho lituanos que se han ahogado al quebrarse el hielo en que pescaban. Es la vieja tesis de Alejandro Casona en nuestro teatro escolar, 'La barca del pescador'. Nos falta imaginación y nos sobra vergüenza.
Es posiblemente la vergüenza lo que impide apreciar la última letra de la Marcha Granadera. Ningún escritor de postín se ha atrevido a componer unas estrofillas para que los deportistas triunfadores tengan algo que echarse a la boca, y los personajes públicos evitan pronunciarse sobre los versos que ha creado un parado de Ciudad Real (tampoco vas a ridiculizar a un parado en época de elecciones). La letra escogida tiene menos ripios que la de Pemán (aquel horror de "la vida fuerte en el trabajo y paz") pero, vagamente, la farándula pública duda.
La letra del himno inglés es ridícula, la del francés es soez, la alemana es impresentable. Cierto es que la compusieron en un tiempo pretérito, cuando coincidieron el optimismo económico y una forma asentada de romanticismo: los españoles no tuvimos romanticismo y, como no trabajábamos, carecíamos de ese optimismo laboral. Sea como sea, los indígenas de esos países la declaman con la mano en el corazón y los ojos húmedos. Nosotros, en general, no podríamos. Aunque, según el comité deportivo de estas cosas, la letra ha tenido una recepción bestial. Quedan suficientes españoles emocionados.
Agustín Jiménez