En la ONU se ocupan del calentamiento de la atmósfera; los monjes budistas protestan en Rangún vestidos de azafrán -el pueblo es pobre y ellos viven de sus limosnas- y Bush saluda con cordialidad a Zapatero, inmediatamente antes de que éste se concentre en alisar con la mano derecha el puño izquierdo de la camisa. Mientras, en la pequeña Bélgica, hacen cábalas sobre la fecha en que el logo nacional dejará de aparecer en el telediario.
La belga es una aglomeración racial perfectamente legal pero bastante rara. Un buen día -llovía seguramente- Valonia y Flandes se percataron de que estaban casados sin conocerse de nada y de que hasta sus orgasmos de pareja los disfrutaban otros. Sólo los unían los muebles -Bruselas, difícil de dividir- y una deuda pública tremenda.
Lo importante lo hacían los extranjeros. ¿Quién conoce a un nativo que estuviera presente en la batalla de Waterloo, desarrollada en un barrio de Bruselas? El mapa de Bélgica es un resto colonial. Inquilinos sucesivos -españoles, austriacos, franceses, holandeses- fueron colocando tabiques donde les pareció bien.
En verano, una televisión cuestionó sobre el origen de la fiesta nacional al primer ministro federal, al presidente de Valonia y al presidente de Flandes: ninguno supo responder. El de Flandes además creía que el himno belga era "La Marsellesa". A los belgas les gustan hacer chistes con los nombres: uno que metía niñas en un zulo se apellidaba "Agujero" (Dutroux) y un vendedor de "alta" costura igual se llama "Abajo" (Beneden). El "marsellés", un tipo tan flamenco que, Dios mediante, desea "terminar" con la nación si lo hacen primer ministro, hace honor al nombre de "Leterme". En estas circunstancias, un intento, felizmente abortado, de subastar el país por internet, en eBay, sólo ha despertado ofertas de 10 millones de euros.
Como suele pasar, los belgas se atribuyen cualidades que los foráneos toman por defectos (su cacareado "sentido del compromiso", que otros consideran olfato para la chapuza) y pasan por alto virtudes encomiables, en que los del norte y los del sur se parecen más de que a ellos les gustaría.
El reino de Bélgica produce la mejor cerveza y el mejor chocolate, cuenta con el mejor escritor europeo (el flamenco Hugo Claus, el exnovio de Emmanuelle, cuya "Pena de Bélgica" sólo consiguió estropearla la traducción española), es el único país con derecho a una epopeya moderna (Tintín) y cae bajo el manto de dos reinas, una italiana y otra española (de la que aquí carecemos).
Y, sobre todo, agrupa a fulanos mesurados -incluso cristianos, incluso nacionalistas- que debaten de política y de su futuro en común sin poner una bomba, sin ni siquiera alzar la voz y sin que, por hablar, los metan en la cárcel. Esto, viniendo de la España descerebrada y atroz, debe de ser la civilización.
Agustín Jiménez.