Por enésima vez escucho en una emisora de radio lo importante que es ponerse una crema protectora para tomar el sol: el cáncer de piel está acechando a la vuelta de la esquina. Correcto. En otra emisora me dicen lo importante que es que los niños usen también gafas de sol, aunque, eso sí, compradas en un óptico y con garantías. Más correcto. Luego, la ministra del ramo nos avisa de la ola de calor africano y se nos dan las cifras de muertos por culpa de las altas temperaturas. Me santiguo y me pellizco. Mejor dicho: primero me pellizco y tras comprobar que estoy vivo, me santiguo porque sólo la bondad divina me ha llevado a cumplir 59 en un estado de salud al menos aceptable. La pregunta es cómo he llegado hasta aquí, cómo hemos logrados sobrevivir toda una generación que ignoraba tantas cosas y que se la jugó, a la vista de lo que se sabe ahora, no sólo con el visto de bueno de sus padres sino incluso animados por ellos -esos santos- que te decían a las 12 de la mañana "venga, que te de el sol, que buena falta te hace, esos son vitaminas..."
Quede claro que sigo a rajatabla todos los consejos que me dan y bebo mucho agua, no hago ejercicios violentos en horas de tórridas (tampoco en las otras), usos gafas de sol de marca y este verano me ha dado por el sombrero panamá. Pero comprendo que es demasiado tarde: en realidad yo debería estar ya muerto por acumulación de sol o al menos medio ciego por haber usado gafas de sol de mercadillo. Hubo una época que cenaba huevos fritos todas las noches y nunca me daban pescados azules porque eran lo peor. Luego tuve que dejar los huevos de golpe porque eran casi veneno y darme a la caballa que era mano de santo azul. Ahora ya parece que puedo recuperar los huevos y seguir con la caballa pero ni mirar una hamburguesería aunque den coronita de cartón. Lo que me preocupa es el sol, que por lo visto es acumulativo y por lo tanto ya no hay forma de deshacerse del que tomé en una infancia de calle y polos de agua, aquellos que a la primera chupada, fueran de fresa roja verde menta, se quedaban blancos de hielo. Y ahora que lo escribo: ¿pasarían algún control sanitario aquellos polos de a sesenta céntimos (de peseta)? ¿Los certificaría en la actualidad la Comunidad Económica Europea? Me temo lo peor. El único consuelo, la única esperanza, es que los polos de agua no creo yo que sean acumulativos como el sol.
Insisto en que toda precaución es poca y aunque ya nadie se acuerde de la amenaza terrorífica de las vacas locas ni la peste aviar, mejor es prevenir que curar. Pero para haber sido tan absolutamente incorrectos con lo saludable como fuimos los de mi generación, tampoco estamos tan mal. Y hablando de nuestra generación, una pregunta que aún tengo que resolver: ¿por qué los niños extranjeros no hacía la digestión y nosotros sí? Comían y se bañaban sin más mientras los nacionales debíamos esperar -amargo suplicio- al menos dos horas y media hasta mojar un pie so pena de muerte repentina por corte de digestión. ¿Es que los niños extranjeros no digerían o es que esperaban todos a morirse con efecto retroactivo en sus países? Igual los cortes de digestión también son acumulativos. Nunca se sabe en Agosto.
Andrés Aberasturi.