Hasta la palabra que se emplea para definir este tipo de conflictos es un eufemismo. Cuando se dice 'congelado' en verdad se quiere expresar que nadie sabe muy bien cómo solucionar el lío o, lo que es peor, que a casi ninguno de los actores de un escenario con problemas le interesa que se arregle el litigio. En parte, esto es lo que ocurre con los cuatro conflictos congelados desde la extinción de la antigua Unión Soviética: Nagorno Karabaj, Abjasia, Osetia del Sur y el Transnistria de Moldavia.
Hay un refrán que dice: 'Cuando las barbas de tu vecino veas pelar pon las tuyas a remojar'. Perfectamente es aplicable en la vieja Europa si se miran los problemas de la antigua URSS.
Casi todos los litigios, a pesar de sus particularidades y localismos, tienen algunas raíces comunes. Son naciones sin Estado, como se autodefinen las respectivas autoridades locales y han jugado con distintos referéndums políticos internos. Para colmo han derramado la sangre de miles de personas y ni son reconocidos por nadie, ni se espera ese reconocimiento. ¿Nos suena el problema?
Desde los países europeos de la UE observamos lo que acontece en los conflictos congelados de la extinta URSS, no ya por el rabillo del ojo, que también, sino con todos los prismáticos posibles. El propio ministro de Asuntos Exteriores español, Miguel Ángel Moratinos, como presidente de turno de la OSCE, ha visitado tres de los cuatro conflictos mencionados en los meses recientes, el último, el pasado fin de semana en Moldavia.
Y aunque ni él, por supuesto, ni nadie de su delegación quiere ni pensar en las semejanzas entre estos problemas y las cuestiones territoriales en España, todo el mundo las encuentra. Mejor dicho, políticamente no son comparables, pero en el subconsciente de unos y otros, todos miramos hacia el Este de Europa con esa sensación del refrán que expuse líneas atrás.
Y es que aunque no lo reconozcamos, asistimos a los problemas del País Vasco o Cataluña con el telón de fondo del futuro estatus de Kosovo o el esperado estatuto del Transnistria moldavo.
Algunas situaciones sociales definen a las claras la problemática interna de cada uno de esos países. Todos ellos sufren una inmigración insoportable para cualquier perspectiva futura; sus originarios viven en gran medida del dinero que procede de los países de acogida y viven bajo el paraguas amenazante o la influencia rechazada de una Rusia que no gana ni para sí misma.
El caso de Moldavia es paradigmático. Los mejores hombres y mujeres moldavos emigran con pasaportes rumanos a Portugal, Francia, Alemania y España, a la vez que las mafias del crimen organizado reclutan a las imponentes moldavas para sus clubes de prostitución en Rusia, Turquía o Ucrania, por no mirar más cerca de nuestra casa. Un dato más: Según la OSCE, una de cada cuatro mujeres moldavas sufre violencia doméstica.
Si extrapolamos datos a los distintos conflictos de la región y si miramos con cierta prospectiva el futuro, bien haríamos en girar la cabeza y mirar con todos los prismáticos este tipo de conflictos congelados y dejar el reojo como sistema de observación.
Parece mentira, pero a la vuelta de la esquina de la desarrollada Europa que negocia desde Bruselas con el mundo entero, las guerras latentes se mantienen como si tuvieran ganas de estallar nuevamente. Las situaciones sociales y los dramas humanitarios en África, América Latina o Asia no tienen nada que envidiar a los conflictos congelados que, para la vergüenza y la escasa atención de la UE, se mantienen en nuestras trastiendas.
Hacemos bien en no querer comparar problemas del Este con los meramente domésticos, pero tampoco tendríamos que bajar la alerta porque tras cada reivindicación regional más o menos desarrollada, se esconden miles de muertos y dramas sociales.