Actualizado 12/03/2010 13:00

Charo Zarzalejos.- En casa.

MADRID 12 Mar. (OTR/PRESS) -

Hoy hace seis años se instaló la ausencia en doscientas familias españolas. Se instaló de manera definitiva. Las bombas destrozaron cuerpos y desaparecieron. Vino la ausencia silenciosa y doliente. Esa que duele en lo más hondo y que te hace pensar que la vida se acaba. En otros muchos centenares de casos, la presencia se convirtió en el permanente recuerdo del horror. Los heridos de por vida, los mutilados, se quedaron aquí, en sus casas, con los suyos, que aun a día de hoy y probablemente por mucho tiempo tienen que convivir que algo que nunca imaginaron. Son las secuelas, las huellas indestructibles de la violencia ciega, del fanatismo, del desprecio profundo y cruel al otro. Por desgracia, en España acumulamos ya demasiadas ausencias. Una sola es terrible, pero cuando se cuentan por centenares el horror se multiplica.

Muy parecido al horror es lo que ha debido vivir Alicia Gámez, secuestrada junto con otros dos cooperantes por terroristas de Al Qaeda. Afortunadamente ella está en casa y su vuelta nos alegra y nos conmueve. Su buen aspecto físico, su serenidad, incluso sus pendientes no son atenuante alguno a lo que no deja de ser un atentado en todo regla, una tortura mantenida en el tiempo de la que, como es lógico, no ha querido dar detalles. Ni ella, ni el Gobierno, que como todo Gobierno democrático niega haber pagado rescate alguno. Este extremo nadie se lo cree, pero en estos momentos, con ser un dato importante, es secundario cuando están en juego las vidas de dos ciudadanos españoles.

Nada hace pensar que los compañeros de Alicia no puedan volver a casa sanos y salvos y en un tiempo --¡ojala sea así!-- todos podremos decir eso de que el secuestro se ha resuelto de manera feliz. Sin embargo, se impone una reflexión de fondo, sobre todo cuando es seguro que habrá más secuestros, porque todos tenemos conciencia de que por el mundo circulan gentes dispuestas a seguir haciendo daño y que, por desgracia para nosotros, cada día parecen mejor organizadas, de manera que han logrado hacer de sus delitos todo un negocio.

En el siglo XXI, cuando los servicios de inteligencia de todo el mundo, son capaces de poner micrófonos en lugares inverosímiles, de seguir la pista a ciudadanos a través de su móvil incluso cuando este está apagado, cuando todos estos avances no son una quimera sino una realidad, resulta que Estados constituidos como tales desde hace siglos, democráticos y fuertes, se ven sometidos al albur bien de piratas que asaltan barcos y piden millones a cambio de los secuestrados, bien al fanatismo de quienes no les importa morir matando.

No sé hasta qué punto ambas realidades, delincuentes marítimos y secuestradores islamistas, son comparables. Tampoco sé si ambas realidades están conectadas entre sí aunque sea por un sutil hilo. Entre los expertos de inteligencia hay teorías para casi todos los gustos y, desde luego, se trabaja con todas las hipótesis imaginables, pero lo cierto es que unos y otros pueden poner en jaque a todo a un país y en ocasiones causar auténticos estragos humanos.

El riesgo cero no existe, ni ningún Estado democrático puede emplear métodos que ni por asomo puedan parecerse a los de los terroristas, bien del mar, bien del desierto, pero me llama la atención el hecho de que ningún Estado que ha tenido a nacionales secuestrados en el desierto haya intentado la liberación de los mismos. Es como si se hubiera asumido un protocolo según el cual hay que tener prudencia, guardar silencio y esperar a que los secuestradores den alguna noticia. A partir de ahí se inician los contactos a través de extraños vericuetos, que nunca conoceremos con exactitud, y se acaba pagando. Es un ritual que nadie, al parecer, cuestiona. Yo no me atrevo a hacerlo, pero sí digo que es un ritual en el que los secuestradores, objetivamente visto el asunto, siempre ganan. La vida de un ser humano no tiene precio; por ello, cuando alguien lo pone, hay poco o ningún margen para no pagarlo. Pero o los Estados democráticos comienzan a pensar en posibles nuevas estrategias, o el ritual se convertirá en rutina. Mientras tanto, lo importante es que Alicia Gámez está en casa y ojalá esta vuelta a casa sea sólo un anticipo de lo que todos deseamos, que no es otra cosa que el secuestro de sus compañeros se resuelva de manera feliz.

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