MADRID 16 May. (OTR/PRESS) -
La vuelta de ETA a la versión más fiera de su actividad criminal, buscando objetivos en los que no importa llevarse por delante a los enemigos uniformados junto a sus esposas e hijos, como ha hecho con el coche bomba colocado frente a la casa cuartel de Legutiano, ha propiciado el regreso de los demócratas a la liturgia de la condena unánime, aletargada, cuando no directamente dinamitada, durante los últimos cuatro años en los que, paradójicamente, vivimos en un oasis desconocido en el que la acción de los violentos no llegó al asesinato.
La imagen de los diputados en la escalinata del Congreso, el comunicado conjunto de repulsa, los reflejos demostrados para cambiar las preguntas y transformar la sesión de control al gobierno en un acto de apoyo unánime al gobierno, fueron gestos que se vieron jalonados con la intervención de otros líderes políticos y sociales y, sobre todo, por la condena del Rey. Esa imagen positiva y alentadora tuvo un par de contrapuntos en las comparecencias del lehendakari Ibarretxe, que mezcló de manera obscena su condena al atentado con la reivindicación de su plan, y la de María San Gil, símbolo de la hipersensibilidad hacia el terrorismo que ayer, sin embargo, tuvo una desafortunada intervención en la que hizo una escueta condena de oficio para dedicarse después a hablar profusamente de la crisis del partido. Si en idénticas circunstancias otros líderes de otros partidos hubieran hecho lo mismo habríamos oído bramar a San Gil, con razón, por la insensibilidad demostrada. El regreso a la liturgia puede tener también efectos narcotizantes. La intensidad de la actividad mortífera de ETA nos llevó en otros tiempos a pasar con suma facilidad del drama individual a la estadística. Los muertos llegaban a convertirse en números, incapaces de asimilar tanta biografía acumulada. Aprovechemos que aún no hemos llegado a ese punto. Que todavía somos capaces de poner nombre a las víctimas. Que tras el rostro de Juan Manuel Piñuel somos capaces de intuir el inmenso dolor de una viuda joven y de un niño de seis años al que le han quitado a un padre que asumió el riesgo de trabajar en el polvorín vasco para poder acercarse algún día a los suyos. Tras esa vida segada queda en evidencia la extrema vileza de los asesinos y de quienes los apoyan. Y si Ibarretxe no quiere quedar definitivamente preso en ese círculo perverso trazado por los terroristas debería decir cuanto antes que no está dispuesto a sacar adelante su plan soberanista con la violencia como telón de fondo y con los votos parlamentarios de quienes callan ante tanta brutalidad, como hizo con el precedente.
Isaías Lafuente