No es una exageración, lo dice Naciones Unidas, España es el primer país en consumo de cocaína. La moda de esnifar el maldito polvo blanco se multiplica por cuatro entre los adolescentes de catorce a dieciocho años. La droga, que entra a raudales por las rías gallegas, ya no sigue el camino hacia Europa. Mucha se queda aquí. Los narcotraficantes saben que somos el mejor mercado, el más accesible.
La tolerancia social, la falta de actuaciones preventivas eficaces por parte de los sucesivos gobiernos, son algunas de las causas de este incremento imparable desde los años noventa. Entonces, en esa década, en la que el triunfo económico, el dinero fácil y la exhibición del lujo se convirtieron en el objetivo de las clases urbanas, fue cuando la cocaína se instaló en nuestra cultura como la compañera de los ejecutivos de éxito. El drama de la heroína inyectada, que había segado la vida de tantos jóvenes en los ochenta, comenzaba su camino hacia la marginalidad y nadie se dio cuenta de que una droga no puede sustituir a otra.
Nadie dijo entonces, y al parecer tampoco se dice ahora con la suficiente energía, que el maldito polvo blanco destroza el cerebro de los adolescentes, provoca depresiones, infartos de miocardio, perdida de memoria, paranoias, sobredosis mortales. Los narcos fueron más inteligentes y se dieron cuenta de dónde estaba el mercado: contener el precio (de hecho no ha subido desde hace veinte años), inundar las discotecas, colarse en los institutos y mantener la imagen de bajo riesgo.
Victoria Lafora