MADRID 7 May. (OTR/PRESS) -
Ahora mismo, el austriaco más célebre se llama Josef Fritzl. Tuvo hijos de un largo incesto con su hija, mantuvo a su parentela en un zulo un cuarto de siglo y nadie percibió nada raro. Los austriacos son muy despistados. Austria es cuna de celebridades negras como Hitler o Freud (dos enfoques distintos de la zona oscura) y también de estrellas cándidas como los Strauss o la familia von Trapp.
Más confusos son los criterios de celebridad de la revista 'Time', que acaba de publicar su lista de las cien personas más influyentes del universo. Que en la era de los blogs y del periodismo distribuido atribuyamos predicamento a una revista desazona ya de por sí. También mosquea que los influyentes sean cien. Podrían ser 10 o 50 o incluso 500 (la lista de 'Fortune'), pero nunca 17 o 38, que no son cifras influyentes. La mayoría de los consagrados son perfectamente desconocidos fuera de su casa. La lista la han confeccionado cuatro periodistas poco viajados que dan por sentado que Oprah Winfrey, la metomentodo que hace las opiniones y los negocios de la tele ultramarina de clase media, es reputadísima tanto en Francia como en Nigeria.
Cierto es que su programa se sigue en esos pequeñas regiones ricas con lenguas pequeñas, tipo Holanda, cuyos habitantes te hablan en inglés en cuanto les dejas. Oprah apoyaba a Obama, que figura en la lista delante de Hillary, su enemiga blanca. Ambos delante de McCain. Los tres delante de Bush. Todos detrás del Dalai Lama. El budismo es la fuerza número uno.
Para los autores del elenco, ningún político europeo es suficientemente influyente, a no ser que consideremos europeo a Putin (segundo de la lista). La lista acoge solo a Neelie Kroes, comisaria europea de competencia, que aparece como empresaria (cerca de Lagerfeld). Si acaso, el prestigio europeo aflora en materias frívolas: el grupo Radiohead o el arquitecto Kolhaas, muy admirado en España por sus destrozos urbanísticos. Ni siquiera se reconoce púlpito al papa. ¿Qué méritos podría alegar Ratzinger para hacer sombra al al patriarca Bartolomé I de Constantinopla (puesto 11), que, al parecer, es aficionado a la ecología?
Admitiendo que los cien elegidos fueran conocidísimos, la lista corrobora lo que nos temíamos: la influencia es un accidente de la fama. Brad Pitt y señora están ahí en atención a lo guapos que son, a la cinematográfica guardería que han montado en su hogar y a sus recientes labores caritativas (como la presidenta de 'Pepsi' o como su amiguete Georges Clooney, otro filántropo). No hay razón alguna para que esta gente, de la que, al cabo, no sabemos nada, influya en nuestras vidas, pero es cierto que cualquier publicitario se la rifaría para una campaña publicitaria de lo que fuera. Hoy, el ideal de influencia sería una personalidad a lo Sarkozy que, además de crearse un aura, ha logrado un cargo que le permite mangonear.
Pero ¿qué significa mangonear? Napoleón, por citar un antecedente de la talla física de Sarkozy, dirigía sus batallas desde montículos desde donde era imposible ver nada, tan alejadas de los puntos calientes del combates que, de todas formas, sus órdenes no llegaban a los destinatarios o llegaban desfasadas. Lo cuenta Tolstoi en su relato de la batalla de Borodino, una de esas numerosas batallas influyentes que en realidad no ganó nadie. En su cielo de novela ("Captain Stormfield"), el descreído de Mark Twain colocó a Napoleón en un coro de ángeles muy subsidiario. Influimos menos de lo que creemos.
Agustín Jiménez