Publicado 01/03/2019 08:01

Isaías Lafuente.- No hace falta asesinar académicos

MADRID, 1 Mar. (OTR/PRESS) -

El académico Salvador Gutiérrez se mostró partidario esta semana, en una conferencia pronunciada en Oviedo, de que la RAE tenga más mujeres. Y, ante la evidencia de su escasez, añadió que para conseguirlo "no puede asesinar a sus colegas ni cambiarse de sexo". Lo dijo en tono jocoso, así que no hagamos sangre. Pero en el mismo tono cabría responderle que, aunque se nos dijo en otro tiempo que "la letra con sangre entra", no hay que llegar al asesinato para conseguir mayores niveles de igualdad en su institución.

Pocas obras colectivas son tan igualitarias como la lengua. Y resulta sorprendente que 300 años después de la apertura de la RAE y en pleno siglo XXI tan sólo sean ocho mujeres las que ocupan alguno de los cuarenta y seis asientos del pleno. Hace doce años se aprobó en España la Ley de Igualdad, que no obliga a la RAE pero marcó los parámetros de equilibrio que deberían darse en una sociedad igualitaria: que ninguno de los sexos tenga más del 60% o menos del 40% de representación.

Si desde que se aprobó la norma la RAE hubiese elegido alternativamente una mujer y un hombre, en estos momentos habría trece académicas y no ocho, serían el 28% y no el 17% de la institución. Y al ritmo de las muertes naturales, sin tener que asesinar a nadie ni realizar operaciones de cambio de sexo, en seis años llegaría a esa paridad mínima del 40/60. Y poco tiempo después, a la igualdad plena. Pero no ha sido así. En este tiempo la RAE ha incorporado a veintiún académicos, de ellos sólo seis mujeres.

Es sólo una idea a vuelapluma. Habría otras, como que los académicos no fueran vitalicios y tuvieran edad de jubilación o, incluso, un mandato temporal. La renovación facilitaría alcanzar ese equilibrio si los académicos se aplicasen. Y deberían hacerlo, porque la RAE tiene una deuda histórica pendiente con tantas y tantas mujeres que habrían merecido ser académicas y a las que se cerró la puerta por su condición. Una de las últimas, la más sangrante, María Moliner, la mujer cuyo único mérito, como ella dijo con sorna, era haber escrito un diccionario.