Publicado 06/04/2021 11:46

"Reparaciones que no llegan y amenazas que no cesan". Por Carlos Vicente Alconcé, de Manos Unidas en Ecuador

Niña en la Amazonía
Niña en la Amazonía - MANOS UNIDAS EN ECUADOR

   La Amazonía, la mayor reserva tropical del planeta, nos abruma con su gran belleza, diversidad y exuberancia, al mismo tiempo que se muestra desafiante, incalculable, misteriosa. Ocupa más de siete millones de kilómetros cuadrados en ocho países de América Latina y cobija en su seno una gran diversidad sociocultural: en torno a 34 millones de personas de más de 400 pueblos indígenas, de los cuales al menos 60 viven en condiciones de aislamiento voluntario.

   Además de esta multiforme riqueza natural y cultural, posiblemente sea el agua la seña de identidad de la Amazonía; el agua que mantiene la vida gracias a la altísima pluviosidad, los intensos procesos de evaporación que generan inmensos "ríos aéreos" que llevan el agua a lugares lejanos, y una interminable red de riachuelos y ríos que se funden en afluentes que, al final, dan cuerpo al río más caudaloso del mundo: el grandioso Amazonas.

   Sin embargo, una de las riquezas amazónicas, la que habita principalmente en el subsuelo en forma de petróleo y minerales, ha generado y genera graves conflictos sociales y económicos a causa de su explotación irracional.

   Una expresión concreta de esta conflictividad se generó a raíz del boom petrolero de los años 70 y 80, cuando los "atractivos" precios del petróleo en los mercados mundiales intensificaron abruptamente la explotación petrolera. No obstante, esta aparente euforia económica no se tradujo en bienestar y felicidad para las comunidades que habitaban esos bosques y quebradas... Por el contrario, se generó una fuerte presión sobre las poblaciones locales --indígenas y campesinos, principalmente-- que vieron atropellada su cultura y sus medios de vida y fueron confinadas en territorios cada vez más limitados por la creciente presencia de proyectos extractivos.

50 AÑOS DE GENERACIÓN DE RESIDUOS TÓXICOS

   La sintonía coyuntural entre la explotación petrolera, gobiernos poco transparentes y grandes irresponsabilidades de algunas empresas, ha venido generando desde hace 50 años importantes residuos tóxicos diseminados en la Amazonía sin que se haya realizado mitigación alguna. Muchas comunidades indígenas y campesinas han consumido agua contaminada durante años sin saberlo, con graves consecuencias en cuanto a enfermedades, principalmente cancerígenas.

   Uno de los más recientes sucesos --con escaso impacto en los medios de comunicación-- fue el deslizamiento de tierras que provocó en abril de 2020 la rotura de dos importantes oleoductos en las provincias ecuatorianas de Sucumbíos y Napo, con el consiguiente vertido de en torno a 15.800 barriles de crudo a los ríos Coca y Napo. De acuerdo a la Red Eclesial Panamazónica --que aglutina a un millar de organizaciones de la cuenca amazónica, entre congregaciones, instituciones, equipos especializados y misioneros--, este derrame afectó a casi 100.000 personas como consecuencia de la contaminación de los cauces y riberas, lo que aumentó la vulnerabilidad de estas comunidades, al impedirlas mantener la relación tradicional que tienen con el agua del río --utilizada tanto para el consumo humano como para el transporte de personas y mercancías-- e imposibilitar el acceso al agua en un grave contexto de pandemia y confinamiento.

   En septiembre del mismo año, cuatro meses después de que las organizaciones indígenas presentaran una demanda para la implementación de medidas cautelares y de protección a favor de comunidades afectadas, el sistema judicial del Ecuador rechazó la misma aduciendo aspectos técnico-jurídicos, aunque sí reconoció los impactos generados por el derrame. Las comunidades tuvieron que resignarse con los pocos apoyos recibidos como parte de las acciones de mitigación iniciadas por la empresa operadora de los oleoductos, así como con otros apoyos provenientes de organizaciones internacionales como Manos Unidas a través de su colaboración con las Hermanas de la Madre Laura, que llevan muchos años de trabajo permanente acompañando a los pueblos indígenas que habitan la Amazonia.

   Desde la óptica de los derechos humanos, lo que está ocurriendo es una flagrante vulneración de los mismos, ya que estas comunidades campesinas e indígenas han tenido que convivir por décadas con estos pasivos generados, directa o indirectamente, por la explotación petrolera; y ello a pesar de que la Constitución ecuatoriana es garantista e incluso califica a la Naturaleza como sujeto de derechos.

   En Ecuador y en otros países de América Latina, tratamos no solo de defender el derecho a un agua segura y a una alimentación digna, sino de acompañar a defensores ambientales y de derechos humanos y a las comunidades que resisten ante agresiones que sufren sus territorios por parte de las distintas industrias. Estas agresiones --cuyas consecuencias directas son el fuerte deterioro del entorno del que dependen para sobrevivir y las amenazas, hostigamientos y asesinatos de líderes de esas comunidades-- son cada vez más numerosas y han aumentado durante la pandemia. Hace solo unos días, por poner solo un ejemplo reciente, dos líderes indígenas del pueblo Kakataibo eran asesinados en comunidades amazónicas peruanas donde Manos Unidas tiene presencia a través de proyectos de desarrollo.

   La situación es muy grave y debemos mantenernos firmes, acompañando a las comunidades indígenas y campesinas en sus peticiones de reparación por los daños medioambientales sufridos y para que nunca sean abandonadas ante las amenazas directas a sus modos de vida y a su integridad física, cultural y espiritual.

   Carlos Vicente Alconcé es responsable de proyectos de Manos Unidas en Ecuador.

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