Actualizado 13/12/2006 01:00

Agustín Jiménez.- Bond hace el panoli

MADRID 13 Dic. (OTR/PRESS) -

Como los ingleses son muy raros, han desarrollado una mitología extravagante para explicarse. Mientras los héroes españoles hacían gala de una moral simplona e incluso cuartelera, cabalgaban en defensa de los débiles, como Don Quijote o el Capitán Trueno, o vendían su alma a cambio de mujeres, como el Tenorio, los ingleses, en cambio, alineaban a Tarzán, el único hombre, blanco y poderoso en un planeta de monos; al doctor Jeckyll, antecedente del ciudadano bueno e hipócrita que disimula en su jardín un par de docenas de cadáveres; a Jack el Destripador, primer pervertido sexual y primer asesino en serie; al sabueso Sherlock Homes, que, con una buena ración de opio, era capaz de descubrir cualquier cadáver oculto, e incluso al conde Drácula, que, siendo rumano, inició una lúgubre publicidad de la británica isla de los muertos al desperdigar por Londres un cargamento de ataúdes donde descansar en paz. En el difunto siglo XX, los ingleses popularizaron al agente 007, en el que siguen invirtiendo con ganas en la imparable cartelera, y que, bien mirado, es su mito más divertido.

El público infantiloide - es decir, todos nosotros: se nos ha olvidado reseñar que los ingleses también inventaron a Peter Pan y Campanilla - encuentra desmesurada, pero lógica, la carrera de James Bond. Jeckyll, Jack y Drácula mataban lo más discretamente posible. La especialidad de Bond es asesinar con brillantez e, idealmente, dictando en alta voz una frase célebre. Un error típico de Don Quijote fue que se armó caballero cuando la caballería había desaparecido. De modo parecido, Bond preconiza la elegancia hoy , cuando los ingleses castizos se visten de adefesios, y recorre el mundo con soltura porque no se ha enterado de que el imperio pasó y de que, en la época actual, los ingleses cuentan muy poco. Todo el mundo sabe que Don Quijote estaba loco. El realismo inglés nos obliga a aceptar que todos los enemigos de Bond son unos desquiciados. Si alguien se enfrenta a Bond - es decir, a Inglaterra - es que está alucinado y tiene malas ideas. Se trata de una versión dramatizada del conocido "la tempestad ha dejado incomunicado al continente ".

Cada vez que el Bond de la fantasía estrena un episodio, la reina real acude al estreno. Bond no es sólo un mito, es una declaración oficial de política exterior. Que se mueve sin estrategia, al ritmo de los intereses , sin objetivos magnánimos y sin cuidarse de derrocar tiranos como hacen héroes más anticuados. Hubiera sido incomprensible, por ejemplo, que Bond conspirara contra el ya extinto Pinochet, el conocido asesino y ladrón, alabado estos días por Margaret Thatcher, en aclaradoras imágenes de archivo, por haber llevado la democracia a Chile, en reconocimiento de lo cual el gobierno de Tony Blair usó sus artimañas para que Garzón no lo enchisquerara. La misma Thatcher que tiene un hijo acusado de golpista en África. El mismo Blair que se tiró faroles a propósito de Iraq y que, de acuerdo con la doctrina Bond, es inverosímil que derrocara a a Sadam desinteresadamente.

La última película de Bond les ha gustado tan poco a los puristas como a los monárquicos otra que Stephen Frears ha dedicado a la ridícula reina de Inglaterra. Y, sin embargo, ambas obras corroboran lo que ya sospechábamos: que los ingleses también son humanos. En "The Queen", la estirada Isabel II consigue llorar; en "Casino Royale", un 007 que parece un aficionado del Liverpool, se enamora como un crío y sueña con una familia y un trabajo decente. Pero los puristas consideran que así los mitos se desmororan y que, de momento, Bond sólo hace el panoli.

Agustín Jiménez.

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