MADRID 12 Dic. (OTR/PRESS) -
Para toda una generación de chilenos y no chilenos, la siniestra figura de Augusto Pinochet es la evocación de una esperanza apuñalada: la del socialismo democrático en Latinoamérica. O, simplemente, el sueño roto de las vías democráticas de un socialismo que, en Chile y en el resto del mundo occidental, no sintonizaba en absoluto con la Unión Soviética.
Pero hay una perspectiva bastante más penosa, y en absoluto de naturaleza política, a la hora de aproximarse al Pinochet muerto el 10 de diciembre, el mismo día en que se proclamó hace 58 años la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Me refiero precisamente al reo de la justicia universal que acaba de fallecer en la cama de un hospital. Ni una lágrima por el siniestro dictador de las gafas oscuras que se lleva a la tumba un edema en el alma: el odio de miles de familias chilenas.
Muchos se maliciaban una nueva recaída utilitaria. Se decía que al final había encontrado en los hospitales su burladero para escapar a la justicia de los hombres. No fue así esta vez, pero no se va de rositas. Gracias, en parte, a un juez español, Baltasar Garzón, que en 1998 reverdeció para el tirano, cuando se acababa de asegurar la jubilación como senador vitalicio, el principio de la justicia sin fronteras para crímenes de lesa humanidad.
Mientras miles de españoles de mi generación se estarán bebiendo el vino de unas cuantas tabernas por la desaparición de este lamentable personaje, sobre su ataúd televisado cae el desprecio de millones de personas, chilenos y no chilenos. Amarga despedida, exenta de compasión, la de este asesino de vidas y de razones, como diría Lluis Llach. En los obituarios se nos recuerda el golpe de Estado del 11-S del 73 contra el Gobierno democrático de Allende. Pinochet, como capitán de una cruzada para "liberar al país del yugo marxista". O como guiñol de la CIA para poner orden en el patio trasero de América, según la consabida tesis glosada en "Missing" por el cineasta Costa Gavras. En todo caso, heraldo de otras dictaduras militares en el Cono Sur que, como en el caso chileno, dejaron un rastro de crímenes y miseria moral.
Pinochet había cumplido 91 años el mes pasado. Noventa y un años de vida innecesaria e incluso tóxica para la causa del ser humano. Este tirano sin escrúpulos hablaba entonces del comunismo internacional como otros hablan hoy del terrorismo islámico. Un paradigma sustituido por otro apenas treinta años después bajo la equívoca luz de un nuevo 11-S, del que se puede colgar cualquier cosa que convierta en "mal menor" una violación de los derechos humanos. Y esa es la semilla del diablo, la estirpe del tirano que aún habita entre nosotros.
Antonio Casado.