MADRID 18 Sep. (OTR/PRESS) -
En la Casa de Campo se fueron los 29 del 11-M y llegaron los 14 de Gescartera, una gestora de inversiones en bolsa intervenida en tiempos del Gobierno Aznar. Esas 14 personas que se sientan en el banquillo, con el inefable Antonio Camacho al frente, afrontan acusaciones de apropiación indebida y delito continuado de falsedad. Y deben explicar el paradero de los 50 millones de euros que les confiaron 4.000 personas.
Juicio público para un caso de terrorismo puro y duro, aquél del 11-M, y de cuello blanco, éste. Porque el escándalo Gescartera, y todos los que consiste en malversar los dineros ajenos, son una forma de sembrar el terror en el bolsillo de los ciudadanos. Con juicio público de fondo a los responsables de los poderes públicos que tienen la obligación de evitar este tipo de sobresaltos a quienes pagan sus impuestos y confían a las instituciones el reino de la seguridad jurídica.
En el caso de Gescartera, el juicio político ya está formalmente amortizado. Se supone que esa responsabilidad quedó depurada con las dimisiones de la presidenta de la CNMV (Comisión Nacional del Mercado de Valores) y del secretario de Estado de Hacienda, Enrique Jiménez Reyna, cuya hermana aparecía como presidenta de Gescartera. También quedó un informe final de la comisión parlamentaria creada para rastrear eventuales responsabilidades políticas. El informe, muy bien encuadernado, arroja tan poca luz como la que arrojó una comisión similar constituida a los mismos efectos en relación con los aspectos políticos del atentado del 11-M.
Sin embargo, al invocar la obligación de los poderes públicos de evitar este tipo de escándalos financieros, conviene recordar que en caso Gescartera no fallaron los funcionarios. La intervención se produjo en junio de 2001 pero está acreditado que los funcionarios de la CNMV venían señalando irregularidades desde tres o cuatro años atrás. Conclusión: los técnicos hicieron su trabajo y los políticos, no.
Esa es la moraleja del escándalo Gescartera, puesta de manifiesto cuando a dichos funcionarios les tocó explicarse en el Congreso. Tres comparecientes (Botella, Peigneux y Vives), que en su día acreditaron el choque del estamento técnico y funcionarial contra el estamento político (Valiente, Ramallo y Roldán) al caer en saco roto sus advertencias previas sobre desfases patrimoniales, zonas oscuras en la gestión e incongruentes explicaciones de los directivos de Gescartera cuando éstos eran requeridos para explicar esas irregularidades.
No sirvió de nada. Sin embargo, los gobernantes de entonces se hartaron de decir que estábamos ante una estafa intolerable en la esfera privada, mientras que en la pública se había reaccionado al poner el asunto en conocimiento de los tribunales. Ahí estamos, pero si hacemos memoria nos toparemos de nuevo con esa insoportable confusión de lo público y lo privado que tantas desgracias ocasiona en nuestro país.
Antonio Casado.