Ha ocurrido otras veces en la historia de la Humanidad. De un día para otro, formas de vida que se consideraban seguras, modelos políticos y económicos llamados a cumplir milenios, se desplomaron ante el asombro y la incertidumbre de sus contemporáneos. De un día para otro, la experiencia, el conocimiento acumulado, los principios que se consideraban inmutables, se convirtieron en herramientas oxidadas, en lúgubres escombreras de chatarra inservible.
Sucedió hace dos décadas con el socialismo real y ahora con una determinada forma de entender el modelo de producción capitalista. Como aquel mundo feliz de dinosaurios gigantes, barridos por el impacto de un meteorito, en unos pocos meses se han desplomado colosos del automóvil, altivos y centenarios bancos, fortunas fabulosas, prácticas bancarias y empresariales que no admitían discusión y sobre todo, millones y millones de puestos de trabajo.
También el prestigio y la autoridad de los guardianes del Templo, esa exquisita casta sacerdotal que desde las capillas de Walt Street, custodiaba la ortodoxia e identificaba con el pecado el más leve mecanismo de control o de intervención.
El corazón del sistema, que presumía de buena salud, late ahora con la fatiga del enfermo que ha sufrido graves y continuados infartos. Hasta la rica y siempre ejemplar California se ha declarado en suspensión de pagos, mientras miles de familias norteamericanas sin trabajo, como extras para una película sobre la "Gran Depresión", expían los pecados de las "subprime", en flamantes y marginales poblados de tiendas de campaña.
Pero siempre que el viejo orden se desmorona, la tentación primera es sostenerlo, intentar reconstruirlo. Al cataclismo le suceden la oscuridad, la desorientación. Nadie quiere asumir que la crisis esté en los fundamentos, en los pilares, en un patrón de crecimiento que necesita consumir y producir compulsivamente casas, coches, teléfonos, ocio o televisores de plasma para seguir existiendo.
Pero los ciclos, una vez consumidos, nunca vuelven de la misma manera. No regresó la Roma de los Césares. Su herencia fue una larga Edad Media. Tampoco el esplendor de los monarcas absolutistas que recuperaron la corona como si la Revolución Francesa y Napoléon no hubieran existido. De inmediato llegó triunfante la nueva fe en el liberalismo.
Del túnel siempre se acaba saliendo, pero a veces la salida se encuentra en medio de un paraje totalmente desconocido. Por ahí andamos, desorientados, perdidos en medio de la nada. Como ciegos guiados por otros ciegos, porque son los entrenadores que descendieron al equipo a segunda división los que promocionan remedios milagrosos, los que repiten sin sonrojo que de esta crisis saldemos fortalecidos.
Son tiempos de tránsito. ¿Pero hacia dónde? La tormenta ha inutilizado las rutas transitables, los aparatos de navegación, las brújulas que marcaban el camino. Lo dejó escrito un poeta gaditano: "¿Adónde el Paraíso, sombra, tú que has estado? Ciudades sin respuesta, ríos sin habla, cumbres sin ecos, mares mudos. Nadie lo sabe".