El criminal que ha reducido a pavesas los frágiles bosques de Gran Canaria no es, como se dijo al principio, un agente forestal, sino un peón temporal como los subcontratados por una de esas empresas en cuyas manos se resigna el cuidado del mayor tesoro público, comunal, ese que debemos legar intacto, si no acrecido, a las generaciones futuras: La Naturaleza. Un agente forestal es otra cosa, y si bien alguno puede enloquecer de súbito como puede hacerlo un panadero, un taxista o un escritor, su vocación, su formación y su rango de autoridad pública le hacen acreedor de la confianza que a un temporero sin cualificación resultaría desmesurado otorgar.
Sin embargo, y en tanto lo que queda de España se consume por el fuego un verano tras otro, el mismo sistema que fomenta la precariedad en el empleo de los custodios de los bosques recorta las atribuciones del agente forestal consolidado e instruído y menoscaba su dignidad, cual ha ocurrido recientemente en la Comunidad de Madrid, donde se ha aprobado un ley que le impide entrar en las fincas de propiedad privada sin autorización de los dueños, quienes, en puridad, sólo deberían poder autorizar o no la entrada en sus domicilios particulares.
Esta vez, y al contrario de lo que sucedió el pasado año en Galicia, la ministra de Medio Ambiente sí se ha puesto el mono ignífugo y ha corrido a ocupar su puesto, así como el presidente del gobierno. Sin embargo, más allá de esos gestos necesarios e ineludibles, pero gestos al fin y al cabo, se precisa una gran ofensiva política (talento y recursos) para ganar alguna batalla de esa guerra del fuego que perdemos, y con ella parte de nuestro país, cada verano.
Rafael Torres.