Actualizado 31/07/2007 02:00

Rafael Torres.- Le Tour

MADRID 31 Jul. (OTR/PRESS) -

El sufrimiento del que corre el Tour apenas tiene recompensa: del pelotón, sólo gana uno. Tres o cuatro, contando los premios menores. ¿Cómo no van a doparse, entonces, los ciclistas? Si sabemos que es la dureza de la vida, y no cosa de vicio, la que arroja en los brazos del alcohol y las drogas a tanta gente, ¿a qué esa renuencia a considerar que el ciclista al que los patrocinadores y el público exigen descomunales sacrificios y prestaciones está en el mismo caso de agudo desvalimiento moral, físico y psicológico ante su destino? Sobre todo en el Tour, Le Tour, la carrera ciclista más terrible del mundo.

Pero si el Tour es la prueba más espantosa no es por los casi cuatro mil kilómetros que el ciclista debe meterse entre pecho y espalda, ni por la gigantescas escarpaduras a las que asciende, ni por la soledad infinita de sus contra-reloj interminables, ni, siquiera, por la implacable competencia de quienes se proponen ganarlo. Todo eso, más o menos, es común a todas la grandes pruebas. Lo que convierte en infernal al Tour (un tipo vestido de demonio saluda con aspavientos a los ciclistas en lo álgido de su martirio) es, sencillamente, que se corre en Francia.

¡Y Francia es tan hermosa! ¡Son tan amenos su prados, tan reidores sus cursos fluviales, tan tupidos sus bosques! ¡Se come tan bien en cualquier restaurant de los muchos que sarpullen sus frescas carreteras! Sufrir en ese escenario, sufrir tan para nada sin poder bajarse de la bici y gozar de cuanto rutila alrededor, lujoso y oferente, es lo que multiplica hasta el horror la dureza abisal del Tour de Francia, y por eso, salvo los españoles, que están más hechos a sufrir, los locos de las dos ruedas se drogan. ¿Qué van a hacer los muchachos?

Rafael Torres.

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