MADRID 2 Dic. (OTR/PRESS) -
La tradicional fascinación de los británicos por el espionaje empieza a pasarles factura hoy, que ya no es propiamente la época de la Guerra Fría y la del agente 007, y mucho menos la de las ingeniosas añagazas de sus servicios de inteligencia a Canarias durante la II Guerra Mundial. El trajín de espías entre el Reino Unido y la URSS, que hasta la década de los noventa del pasado siglo elevó a categoría de arte la marrullería diplomática y la guerra secreta, se le ha ido de las manos a Londres, que sumido por el peligro de las represalias islamistas por la invasión británica de Irak, había relajado su cultivo y su control. Y sólo ahora, cuando desalmados agentes enemigos les han regado con polonio 210 los hoteles, las tiendas, los restaurantes, los aeropuertos y los aviones, reparan en que los que mandan en el otro lado, los que mandan y los opositores a los que mandan, son casi todos ex-agentes del KGB, dándose la circunstancia de que sólo son ex de esas siglas, que desaparecieron, pero no de la filosofía y de la práxis de aquella organización escalofriante con licencia, como el propio Bond, para matar.
El asesinato hace años de un disidente búlgaro en el mismísimo puente de Waterloo, al que envenenaron con laricina contenida en la punta del paraguas que le clavaron en una pierna, todavía pudo ser bien digerido por la opinión pública británica gracias a su retorcimiento y a su sofisticación, esto es, a su estética fiel a las novelas de espías, pero esto del polonio a lo bestia, que por un vulgar ajuste de cuentas entre ex-kagebés lo ha puesto todo perdido de radioactividad, es algo que naturalmente sulfura a la sensibilidad inglesa, algo chapada, como todo lo inglés, a la antigua. Y es que los espías soviéticos de antes, que eran seres oscuros y misteriosos, se han convertido hoy en mandatarios, en magnates o en disidentes, y sus groseras acciones se ejecutan a la luz del día, sin sujeción alguna a las viejas reglas del juego, particularmente a las de nocturnidad y discreción. No es raro, pues, que al Reino Unido le parezca estar viviendo unos tiempos que ya no son, definitivamente, los suyos.
Rafael Torres.