MADRID 14 Nov. (OTR/PRESS) -
Si el gobierno tiene el refrendo de las urnas y la autorización del Parlamento para emprender las acciones políticas y de diálogo que conduzcan a la erradicación definitiva de la violencia etarra, ¿porqué demonios no se le permite cumplir su labor con la discreción y el sosiego que asunto tan delicado requiere? Porque una cosa es que el gobierno mantenga debidamente informada a la ciudadanía del desarrollo de las negociaciones, y otra, muy distinta, que se le emplace a cada minuto a recomponer sus posiciones o a desdecirse de ellas según se mueva una hoja, un grupo de descerebrados ataque a unos guardias o una célula no suficientemente dormida de ETA robe en Francia unas pistolas.
Diríase, a la vista de los muchos palos que le introducen al gobierno en las ruedas del proceso, que son más los que quieren que vuelque o descarrile, que los que apuestan por un feliz viaje. Sin embargo, el ruido es engañoso, pues la sensatez de la mayoría no genera estrépito ninguno ni se abona al energumenismo vociferante que parece llenarlo todo, que redibuja la realidad con trazos gruesos. Hay mucha mala leche en este país, eso no es un secreto, pero que se pretenda encarnecer hasta el delirio a quienes, animados de buenas intenciones, han resuelto acabar con esa mierda del terrorismo sin añadir más detritus al asunto, rebasa con mucho lo que una sociedad democrática y libre puede consentir.
Nadie dijo que sería fácil, pero hoy, pese a los catastrofistas, los calumniadores y los agoreros, es un poco menos utópica que ayer la conquista de la paz cívica en España. Se ha dado, cuando menos, el primer paso, el del establecimiento del diálogo y el consiguiente destierro de la violencia como punto departida. Quienes desean el fracaso de la paz y laboran por él son dignos de compasión: algo no funciona en su alma. Y su alma va con ellos, dentro de ellos, chirriando horrisonamente, todos los días.
Rafael Torres.