MADRID 14 Nov. (OTR/PRESS) -
Los atentados contra cajeros bancarios, sedes de partidos y mobiliario urbano han seguido desde la pomposa declaración de "alto el fuego permanente" de la banda de asesinos ETA. A cada uno de estos actos de terrorismo callejero, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero ha venido contestando con declaraciones surrealistas de su portavoz Fernando Moraleda, según las cuales estas acciones delictivas eran otras tantas confirmaciones de la voluntad de la banda de disolverse.
A medida que este discurso esperpéntico iba produciendo su efecto corrosivo en la confianza de la gente hacia el presidente de Gobierno tan singular, las autoridades y los portavoces socialistas iban desplazando el listón de lo intolerable cada vez más abajo, hasta llegar donde estamos ahora: todo lo que no sea matar a alguien debe ser considerado irrelevante, cuando no una muestra del humanitarismo de los terroristas, que, pudiendo producir un baño de sangre, sólo chantajean a empresarios, destrozan autobuses y cajeros automáticos y se enfrentan ilegalmente a las fuerzas del orden público. Pero como no matan a nadie, el Gobierno trata de convencer a la gente de que está legitimado para negociar con la banda.
La última exhibición de democracia de la ETA ha sido rociar con gasolina a dos policías, que si no ardieron vivos fue porque "in extremis" fueron salvados de la vesania de los "chicos de la gasolina", por usar la expresión de ese prócer llamado Xavier Arzalluz, hoy más adecuada que nunca. A la vista de todo esto, lo más probable es que, si llega el funesto día en que un atentado se resuelve con muertos, José Luis Rodríguez Zapatero pretenderá seguir negociando con los asesinos de todos modos. Ojalá ese día no llegue, y, si llega, ojalá me equivoque. De hecho, escribo esto con la secreta esperanza de que, si ocurre lo que todos tememos, Rodríguez Zapatero se comporte como un hombre de honor, aunque sólo sea por llevarnos la contraria a unos cuantos de la "canallesca".
Ramón Pi.
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