MADRID, 24 Dic. (OTR/PRESS) -
Cada vez me aburren más los que militan en contra de la Navidad. No estoy diciendo que a todo el mundo le tenga que gustar celebrar la Navidad, solo que hay quienes hacen de su disgusto una militancia que les lleva a mirar con suficiencia y desprecio a quienes no estamos en su bando.
Celebrar la Navidad no es obligatorio de manera que no entiendo tanta arrogancia y una autoconcedida supuesta "superioridad" por parte de quienes abominan de las fiestas navideñas.
Sí, ya sé que el centro de Madrid, o de cualquier ciudad, se vuelve intransitable, y que los precios suben como la espuma y que se extiende una histeria consumista. Todo esto y más. Esa es una cara de la moneda, pero solo una. En la otra cara está que en estos días muchos hacemos el esfuerzo de reunirnos con personas a las que queremos pero que, por las circunstancias de la vida, no vemos habitualmente aunque residan en la misma ciudad.
También es el momento en que miembros de la familia "vuelven a casa", y esa vuelta a casa implica también una recuperación de la infancia, de aquellos momentos que permanecen en nuestra retina.
Y sí, son días en que se echa, y mucho, de menos a los que ya no están. Nuestros padres, abuelos, tíos, hermanos, amigos... Su ausencia duele. Duele mucho.
Para mí la Navidad engloba lo mejor de la infancia. Tiene olor y sabor y sobre todo risas. Las risas y los juegos compartidos con mis primos. El cariño siempre explícito con besos y abrazos de mis abuelos y de mis tíos. Los mimos y la mirada y la sonrisa siempre alegre de mi madre.
El olor del pavo que mi abuela Teresa empezaba a hornear desde por la mañana. A mis tías abrigándonos para ir a dar un paseo por el mercadillo de la Plaza Mayor, cediendo ante nuestra insistencia para comprar más pastores para el Belén. O como, cuando regresabamos del paseo, la abuela nos requería a los pequeños de la casa para que la ayudaremos a "poner" la mesa para la cena.
O a mi abuelo entrando sigilosamente en el comedor para colocar un libro junto a cada servilleta. Era su regalo navideño.
También recuerdo la llegada de mis tíos, siempre risueños. O cómo mis tías nos entretenían ayudándonos a "pintar" bolas en una cartulina que luego recortábamos para colgar en el árbol .
Y la cena habitada por risas y recuerdos desgranados por mi abuela Teresa y mi abuelo Jerónimo, sobre otras Navidades, las que recordaban de su infancia. Los villancicos que cantábamos al terminar de cenar, tanto los pequeños como los mayores, todos. Y en alguna ocasión, pocas, y según decidía mi abuela, acudir a la misa del Gallo. Íbamos refunfuñando porque no nos gustaba salir de casa al frío de la noche para asistir a una ceremonia que nos parecía larga y pesada.
Eso sí cuando regresábamos allí estaban esperando los dulces y la perspectiva de poder acostarnos tarde.
Era una cría aquella primera Navidad en que primero faltó mi abuela Teresa, años después mi abuelo Jerónimo, pero seguían estando mi madre y mis tíos, mis primos, para apaciguar el dolor de su ausencia.
Ahora soy yo la que intento apaciguar el dolor de la ausencia de mi madre y de algunos de mis tíos y tías. Pero les debo a mi hijo y a mis sobrinos encerrar bajo siete llaves la melancolía y hacer que la Navidad siga estando repleta de ilusión y de alegría.
Vivimos en una sociedad plural, en la que cada uno tiene una visión de la vida y por tanto disfruta con distintas celebraciones. Hay quienes defienden que la "ciudad" se cierre para que pase la Vuelta Ciclista o para celebrar el día de no sé qué, y quienes defendemos que nos permitan disfrutar de la Navidad.
De manera que seamos más tolerantes los unos con los otros y lo dicho: no es obligatorio comer turrón, cantar villancicos, poner el Nacimiento o colocar un árbol cargado de adornos en medio del salón. Tampoco es obligatorio cogerse vacaciones. O sea quienes abominan de la Navidad bien pueden continuar con su rutina diaria.
Y a quienes disfrutan de estas fiestas: Feliz Navidad.