MADRID 11 Dic. (OTR/PRESS) -
Se comprende que el Tribunal Supremo haya tardado casi tres semanas en justificar, mediante sentencia, el fallo condenatorio al Fiscal General del Estado, pues se trata, en puridad, de una condena dificilmente justificable, si es que no imposible de justificar.
Uno, que no es experto en Derecho, sí es, en cambio, alguien que necesita confiar en su recto uso, y resoluciones como ésta, en las que se condena a alguien reconociendo que lo mismo pudo ser culpable o no, no le ayuda a confiar ni mucho ni poco. Ni a uno, ni a nadie.
La sentencia condenatoria a Álvaro García Ortíz ocupa por algo 233 folios, y ese algo es, seguramente, porque trata de explicar lo inexplicable. 233 páginas es, más o menos, la extensión de alguna de las novelas de Franz Kafka en las que parece haberse inspirado, pero la escritura no es la misma, pues en tanto el irrepetible novelista escribía desde la verdad, la sentencia del Supremo está redactada desde la suposición. Nadie en su sano juicio, de derechas o de izquierdas, querría que un tribunal le condenara sin pruebas por un delito que pudo cometer él o algún otro, que tal es lo que le ha pasado al Fiscal General cuya palabra, y la de los testigos que defendieron su inocencia, ha sido despreciada por el Tribunal.
La Administración de Justicia no puede, en ningún caso, prescindir del valor acusatorio de las pruebas, y, sin embargo, sin una sola se ha condenado al Fiscal, al contrario que en otro espacio de la curia, la Audiencia Nacional, donde pruebas de la participación de María Dolores de Cospedal en la conspiración para neutralizar a Bárcenas y tapar el escándalo de la Caja B del Partido Popular, se han sepultado durante dos años en el fondo de un cajón, y se tiró la llave que las encerraba.
Uno, en fin, no es experto en Derecho, pero quisiera creer que una nota institucional aclaratoria vale más que un bulo de infame y torticera intencionalidad.