MADRID 6 May. (OTR/PRESS) -
En el Congreso de los Diputados de la Carrera de San Jerónimo se velaba el cadáver de Leopoldo Calvo Sotelo, el primer presidente de la actual restauración democrática que fallece, y a escasos cien metros de allí, en la plaza de La Cibeles, todo era júbilo, estrépito y follón por la conquista del título de Liga por parte del Real Madrid. El adagio que nos recuerda que "el muerto al hoyo, y el vivo al bollo" se explicitaba la otra noche, así, con una crudeza insuperable, y, desde luego, no hace falta señalar que había algo ominoso en ello.
No se trataba, lo de Cibeles, de una manifestación espontánea del pueblo futbolero (ciertas manifestaciones ni son espontáneas ni populares), sino que desde hacía semanas el Ayuntamiento y el Gobierno tenían listo el dispositivo para su celebración (Gallardón las vallas y los municipales; el Gobierno la Policía para controlar los disturbios tradicionales), de modo que el mantenimiento de la convocatoria para el aquelarre en el que la diosa de Madrid suele perder un brazo o la llave, y los leones de su carro el rabo, fue responsabilidad, como es natural, de las instituciones, de las mismas que, por lo visto, se han compungido tanto con el deceso del culto político de Ribadeo. También por lo visto, bien es verdad, temían que la desconvocatoria y el aplazamiento del jolgorio en señal de respeto al presidente muerto generara demasías y tumultos aún más horrísonos y peores que los de la celebración propiamente dicha, pero también en ese temor había algo ominoso.
Ahora bien; lo más ominoso de todo: la realidad general de lo sucedido. Esto es, la tiranía de una escala de valores rupestre que antepone el fútbol a cualquier otra consideración, una tiranía ejercida al alimón, encima, por gobernantes y gobernados. Tras el delirante y carcunda 2 de mayo de Aguirre, lo del 4 y el "furbo" como su secuela. Algo ominoso había, ciertamente, en todo ello.
Rafael Torres.