MADRID 26 Oct. (OTR/PRESS) -
Ignoramos si, como acaba de revelarse por diversos testimonios, el oso que mató en Rusia Juan Carlos I por pura diversión había sido emborrachado para ofrecer un blanco fácil, pero sí sabemos lo que más importa, que antes de que el monarca le disparara con su arma, estaba vivo. Lo más grave del caso no es, aunque sí denigrante en extremo, que los serviles anfitriones de la cacería utilizaran un animal doméstico y manso, criado por humanos e incapaz, en consecuencia, de desarrollar en libertad los mecanismos de la supervivencia con alguna fortuna, para adular al regio escopetero fabricándole la ilusión de una infalible puntería, sino que sin necesidad alguna, por entretener el ocio, un hombre acabe con la vida de una criatura hermosa e inocente. Si además ese hombre representa, bien que no por elección de sus conciudadanos, a un país, la vergüenza que inspira esa pulsión de matar animales y de entenebrecer a base de tiros la naturaleza, esa vergüenza, digo, se troca automáticamente en indignación.
Conocida es la afición de los Borbones por la caza (¡aquél Carlos IV que no dejaba bicho viviente mientras la miseria y el hambre asolaban España!), pero conocida es también la creciente oposición de los españoles cultos, pacíficos y sensibles a esa práctica incivil, vestigio de un pasado ominoso y brutal. ¿Sería mucho pedir al actual monarca, en nombre del sentido común y del respeto por la vida en todas sus formas, que se abstuviera de ir por esos mundos matando animales, que se dedicara, en fin, a actividades más inocuas en su tiempo libre? No sabemos si el oso que mató en Rusia era manso y estaba bajo los efectos narcotizantes de un cóctel de vodka y miel, pero si sabemos que estaba vivo hasta que le derribo para siempre, porque sí, su escopeta.
Rafael Torres.