MADRID 2 Feb. (OTR/PRESS) -
Hay males necesarios. Uno de ellos es la hipocresía, pilar invisible sobre los que se asienta la convivencia. La reserva en público de la opinión que nos merecen las conductas ajenas es trámite obligado para vivir en sociedad. Si todos dijéramos en voz alta lo que de verdad pensamos de todos, los juzgados no darían abasto y las urgencias de los hospitales se colapsarían. Porque así son las cosas es por lo que en los últimos tres días no se habla de otro asunto que del sonoro "hijoputa" con el que Esperanza Aguirre adjetivó a un innominado compañero de partido. El habla coloquial tiene estas cosas. Seguro que Cervantes no hablaba como Don Quijote con Sancho cuando, a bordo de la "Marquesa", hizo frente al Turco en Lepanto.
Lo que debería haber permanecido en la privacidad de la conversación que la presidenta de Madrid se traía con su vicepresidente saltó al dominio del común porque Aguirre olvidó que la mejor forma de evitar que un micrófono recoja un mal pensamiento es... no tenerlo. Lo malo del caso es que llueve sobre mojado y aunque el aludido como "hijoputa" no fue expresamente desvelado, han sido mayoría los bienpensantes que han identificado al destinatario de tan castizo dicterio. Fuese o no el alcalde de Madrid el aludido, los medios lo han dado por tal, reeditando, de paso -por si alguien tenía alguna duda- el largo memorial de agravios recíprocos que jalona la carrera política de tan destacados dirigentes del PP.
Esperanza Aguirre ha presentado disculpas reconociendo que, a veces, tiende a expresarse de manera poco acorde con los usos sociales establecidos. Nada ha dicho el presunto destinatario del obús y se entiende que así sea porque sólo tenía a mano la salida de Calomarde -"Manos blancas no ofenden"- o rescatar la figura del duelo. Y, sabido que no hay duelo sin padrinos, el caso habría puesto en un serio aprieto a Mariano Rajoy porque se habría visto obligado a elegir bando.