MADRID 30 Sep. (OTR/PRESS) -
La huelga general pasó, los problemas permanecen. Hablar de huelga "general" sería un exceso porque la cosa se quedó en media estocada. Tratándose de una convocatoria publicitada a lo largo de dos meses, equivale a un fracaso. A las ocho de la mañana algún portavoz sindical hablaba ya de un seguimiento del 70 por ciento, pero, según las eléctricas, a esa hora, el consumo sólo había menguado un 18 por ciento. En esta ocasión, el Gobierno, por boca del ministro Corbacho, ha optado por la prudencia y no ha entrado en una guerra de cifras. Decisión que corrobora la idea de que estábamos ante un conflicto en el que ninguna de las partes buscaba la derrota total de la otra.
Más allá de las razones, ya muy comentadas, acerca de la peculiar naturaleza de la convocatoria -hemos oído hablar de una "huelga de familia"-, que los sindicatos no hayan logrado paralizar España, se explica más que en razón de componendas políticas, en un hecho sociológico dramático: tenemos cuatro millones y medio de parados y un millón de familias descolgadas, sin otros ingresos que las ayudas de sus allegados. Ésa ha sido, a mi juicio, la clave que explica el pinchazo de los sindicatos. Quien tiene trabajo, teme perderlo.
La huelga fue la respuesta a las reformas del mercado laboral y las pensiones. Sobre el papel, el Gobierno debería tomar nota de lo ocurrido y mantener su agenda, pero Zapatero es imprevisible, así que no hay que descartar que pese al resultado de la huelga, a la postre, cambie algunos de los planes anunciados. Algo de eso debía barruntar Durán Lleida cuando en el Congreso le instó a que no tratara de reconciliarse con los sindicatos dando marcha atrás en la reforma de las pensiones. Pronto saldremos de dudas.