Actualizado 21/12/2012 13:00

Isaías Lafuente.- La palabra

MADRID 21 Dic. (OTR/PRESS) -

"Somos lo que comemos, nos dicen los dietistas. "Somos lo que vestimos", proclaman los diseñadores de moda. "Somos lo que tenemos", defienden los apóstoles del mercado. En realidad, somos lo que hablamos. La palabra es el patrimonio esencial de nuestra especie, el más democrático, el que sobrevive a las catástrofes y a la caída de las civilizaciones, el que nos ha permitido marcar las diferencias. Los humanos somos lo que hablamos y somos humanos porque hablamos.

Nunca podremos rendir justo homenaje a los inventores de la mayoría de las palabras que usamos habitualmente. Son autores anónimos que durante siglos fueron poniendo nombre al mundo que les rodeaba para pasar después a nombrar el mucho más complejo mundo interior. Primero bautizaron las cosas y después consiguieron verbalizar las sensaciones, los pensamientos, los sentimientos. Las Academias llegaron mucho más tarde, para trabajar sobre esa materia prima. No son fuente de la palabra, sencillamente se encontraron con ellas y las acumularon en los diccionarios y las sistematizaron en las gramáticas, proporcionando un manual de instrucciones para el uso de un instrumento complejo y prodigioso.

Controlar la palabra ha sido objetivo fundamental de las dictaduras. Pero por fortuna la nómina de los censores se pudre en nuestra memoria mientras las palabras censuradas salen a flote y perduran. Pertenezco a una generación en la que los padres nos enseñaban a hablar al tiempo que nos prevenían de la palabra. En boca cerrada no entran moscas, uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras* nos decían. Las cosas son hoy bien distintas en la sociedad de la comunicación.

Y son diferentes también las exigencias para quienes vivimos de las palabras, aunque con demasiada frecuencia declinemos de ellas. Las maltratamos, las torturamos, las destrozamos. Consentimos que con la palabra se camufle la realidad cuando su naturaleza es la de desvelarla, admitimos que quienes tienen la obligación de hablar callen ante nuestras preguntas, estrechamos nuestro vocabulario y dejamos mares de palabras en vías de extinción. Y con esa actitud empobrecemos un patrimonio del que no somos dueños, aunque algunos lleguen a pensarlo.

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