MADRID 9 Abr. (OTR/PRESS) - En el griterío en que se ha convertido España, con todos echándole la culpa a todos y sobre todo a quien intenta hacer algo parar salir del agujero, surgen crecientes voces de que estamos ante un final de un tiempo y que es cuestión de días el colapso de todo el sistema. Y no voy a negar que ante el panorama con que nos desayunamos cada día no tenga uno la tentación de pensar lo mismo.
No cabe duda de que el diagnóstico ante la situación es desolador y que va más allá y más hondo de la propia crisis que ha precipitado el desplome de pilares esenciales del entramado político-institucional que han presidido nuestra reciente, y aunque nadie quiera ahora ni mentarlo, bastante provechosa historia. De la España del final del franquismo a esta va un trecho y a pesar de los pesares actuales este es un país cuyo desarrollo económico y vital ha sido asombroso. Pero si quieren ni lo comentamos.
Es cierto que los pilares esenciales de toda la estructura se tambalean. Lo hace la Corona, que tras confluir en el interés democrático con el pueblo español vivió años de vino, tabú y rosas, incuestionable e incuestionada. Hoy, a lo ojos de la opinión pública, está como una de sus infantas: imputada. La representación política, los partidos, el propio voto ciudadano y las instituciones donde este se refleja aparecen también como algo que se pretende obsoleto y en derribo. Más allá de las exaltaciones extremistas de una izquierda que pretende que el "pueblo" son ellos en asamblea reunido y los demás no cuentan ni existen, lo preocupante es la distancia inmensa creada entre la población en su conjunto y los políticos a los que han votado. Una sima enorme que un sistema de partidos, sus cúpulas, su configuración en casta cerrada y donde se medra por obediencia ciega y la corrupción de la esencia misma de la política: representación, no profesión, carrera y cargo , por un lado y por el otro corrupción a secas de personas, hábitos y comportamientos sino generales si muy generalizados. Sin olvidar que ahora, que no conviene decirlo porque no es moda ni tendencia, la actitud de una masa, ese mismo pueblo, dado al auto de fe y la hoguera y mucho menos a la reflexión y a la propia autocrítica. Porque esos comportamientos que se execran en la clase política y por los que se les quiere aplicar la ley de Linch, no son en absoluto ajenos a la inmensa mayoría y a la entraña de la sociedad española.
A la crisis institucional, a la representativa se une la territorial. El nacionalismo oliendo la sangre de las heridas y viendo el cuerpo del Estado débil enseña definitivamente colmillo y garras. Lo pretendió siempre, lo camufló hasta ahora. Supone que no habrá voluntad ni fuerza para detener su traición y su golpe. Lo hace cuando el manto global del desaliento se abate sobre todos en forma de seis millones de parado, principio y fin de la situación anímica y dramática por la que atravesamos.
Ese es el panorama. Que si, que es demoledor. Pero las diferencias que no quieren percibirse y que algunos ni siquiera valoran es que mientras, allá por los 70, cuando se dio a luz a este sistema, había al menos una voluntad extendida y un impulso poderoso de salir adelante unidos, de restañar odios y de alcanzar metas juntos hoy en este sentido es todo lo contrario. No hay objetivo, no hay sueño, no hay horizonte en quienes nos dicen que lo derribemos todo, que lo quememos, que lo arrasemos, que no quede piedra sobre piedra. ¿Y luego qué? Eso parece que no importa. A lo que en muchas ocasiones se parece todo lo que cada día nos sucede es a una pasión nihilista y autodestructiva.
España necesita una profundísima regeneración, una inmisericorde limpieza y una auténtica catarsis colectiva de sus instituciones, de los hábitos, formas y maneras de la política. Sí. Pero de su sociedad también. De sus gentes también, de los comportamientos y sus pautas. De sus hechos. Porque los hechos de nuestro pueblo, es hora de decirlo, contienen (la virtudes, que las tiene, ya se las han aplaudido en demasía) defectos, aranas, trampas, distorsiones, confusión entre los derechos y los privilegios, escasa responsabilidad en la asunción de sus deberes y dista mucho de estar a la altura de las circunstancias cuando vienen mal dadas y el exigir no es el remedio cuando lo que sucede es que no hay de donde sacar y no hay chillido que valga para que salga algo de donde no hay nada. Lo del pozo vamos. El clamor universal reclamando todos los derechos de riego cuando el problema es que el agua del pozo esta agotada. El pueblo español, aunque ahora los tenga como chivo expiatorio y los insulte en los bares o hasta en las puertas de sus casas, es lo más parecido a sus políticos, es lo más cercano en su funcionamiento a esas instituciones a las que denigra y es tristemente lo más igual a la incapacidad de sus representantes para dejar de lado siglas, banderías y odios y trabajar juntos por algo positivo. La culpa en España, siempre es de los otros.