MADRID 23 Ago. (OTR/PRESS) -
La noche del 20, como todas estas ultimas he visto salir la luna, que estaba llena en la soledad del campo. Sólo, en silencio, quedo quieto con el firmamento limpio y estrellado sobre mí y enfrente las sierras de Altomira por donde asoma el rostro redondo del astro nocturno. Entre las estrellas chispean lejanas las luces de los aviones, parece que casi suspendidas como ellas, y que luego se vienen con ruidosa velocidad devorando los silencios.
El lugar a menos de 100 kilómetros de Barajas es un punto neurálgico de distribución del trafico y desde allí las aeronaves se dirigen por diferentes carriles hacia las terminales del aeropuerto madrileño. En ocasiones he contado hasta una docena esperando su turno. Los aviones sonaban de manera diferente sobre mi cabeza en el silencio del monte y de la noche. Parecía su rumor más apagado, cohibido, encogido, como si no quisieran despertar a la oscuridad, como si quisieran no molestar a los muertos.
Miraba uno hacia arriba e imaginaba a las gentes en sus asientos. Las cabinas a punto de apagar las luces, las azafatas moviéndose recogiendo los últimos vasos y bandejas, las voces de instrucciones y las miradas. Sobre todo las miradas entre unos y otros y el pensamiento de todos. En todos los aviones,en todas las gentes un mismo pensamiento sobrecogido, de miedo y de tristeza.
Creo que eran todos esos callados pensamientos los que hacían que anteanoche, noche del día 20, horas después de esa tragedia que nos ha estremecido agosto, eran los que unidos allá arriba hacia que los aviones sonaran de otra forma, como el latir sobrecogido de sus pasajeros.
Antonio Pérez Henares.