Actualizado 21/09/2010 14:00

Luis Del Val.- Labordeta.

MADRID 21 Sep. (OTR/PRESS) -

La redactora de Aragón TV que se acerca hasta mi casa para grabar mi opinión sobre la desaparición de Labordeta está embarazada de cinco meses. A José Antonio le hubiera divertido este contraste entre la vida y la muerte, y hubiera sonreído con esa pizca de malicia que dormía al fondo de sus ojos, como si supiera que esto de vivir es una inmensa broma, difícil de desentrañar.

Un día, en la Gran Vía, que transitaba con frecuencia, porque la casa de su hija Ana estaba cerca, hablábamos de música, de tendencias, y yo le confesé que era incapaz de distinguir estilos porque me había quedado en los Beatles. "Tú eres un moderno -me reprochó-. Yo me he quedado en Mozart". No he conocido a nadie más libre que fuera tan riguroso con sus compromisos, ni a un escéptico con tantas ganas de transformar la sociedad, ni a un pesimista con tantas ilusiones. Su inteligencia le incitaba a que lo mejor en esta vida es ser un vago de provecho, pero se pasó la vida trabajando, de tren a tren, del taxi al escenario, del escenario al cenobio de la escritura donde buscaba esa palabra que es la jácena del poema, y lo sostiene, y le da belleza.

Hay que tener mucha fe para no creer en casi nada y esforzarse porque los hombres sean mejores. Y hay que ser muy humilde para prescindir de las estadísticas, huir de los libros de sociología y hablar con la gente, uno a uno, para intentar descubrir que las transformaciones del mundo no significan siempre un progreso, a no ser que entendamos que el progreso es llamar por teléfono móvil al vecino que vive en el piso de abajo. Y hay que tener mucho humor para nacer en una familia republicana, en plena España falangista, y llamarse José Antonio. Aunque todos le llamábamos "el abuelo" o Labordeta.

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