Actualizado 10/09/2010 14:00

Fernando Jáuregui.- El 'caso Neira' y otras barbaridades.

MADRID, 10 Sep. (OTR/PRESS) -

Reconozco que Jesús Neira, hoy convertido en ídolo caído, en juguete roto, ha hecho mucho para labrarse su desgracia. Ha dicho cosas poco propicias para granjearle las simpatías populares de las que gozó a granel cuando defendió, acto que le costó caro, a una mujer que estaba siendo maltratada en la calle por su pareja. Luego, la popularidad y los honores desmedidos le cegaron y el remate llegó cuando se difundió que había sido sorprendido conduciendo peligrosamente con una tasa de alcohol que triplica lo permitido. A partir de ahí, llegaron sus declaraciones algo esperpénticas y, sobre todo, el linchamiento que ha sufrido desde algunos medios, de información y políticos.

Neira se había convertido en una especie de icono para un sector político identificado con la presidenta de la Comunidad de Madrid, que ha tenido que apresurarse a abominar de él. Su delito -espero que nadie piense que trato de justificarlo, en lo más mínimo- no es tan grave como para haber sido fusilado cien veces al amanecer de los titulares periodísticos; lo mismo que a Neira podría, si fuésemos tan insensatos como para haber caído en ello, habernos ocurrido a usted o a mí, y nadie se hubiese enterado: retirada de carné, multa y a rumiar el castigo en la intimidad de la familia y los amigos.

No ha sido, creo que lamentablemente, el caso de Jesús Neira. ¿Por qué se difunde su 'pecado', de manera que pueda la sociedad bienpensante cebarse con el mismo a quien consideraba un héroe? ¿Es el ser un personaje popular suficiente razón como para que desde la policía o el Juzgado se haga público que ha cometido un delito penado apenas con diez meses sin permiso de conducir y 1.800 euros de multa? ¿No es acaso la pena infamante que ha caído sobre la cabeza de quien hasta ayer mismo era un ejemplo para todos nosotros mucho más grave que la sanción impuesta por el juez?

Al final, la popularidad del protagonista del caso, o la notoriedad del caso mismo, actúan como agravante para el presunto delincuente: quienes convocan a las cámaras de televisión para retraten a quien acude, o es conducido, a los juzgados, alegan que resulta un ejemplo para la sociedad. Yo, en cambio, argumento que le derecho al honor y a la intimidad de la persona, sobre todo cuando no se han certificado sus culpas, prima sobre cualquier otra consideración.

He insistido muchas veces en que en España es muy fácil fotografiar a un presunto delincuente, que ni siquiera ha comparecido aún ante los tribunales para que le declaren inocente o culpable, cargado de cadenas, humillado y vilipendiado. Algunos de quienes tal han tenido que sufrir salieron luego en libertad sin fianza y hasta, al menos en un caso que yo recuerde, sin cargos. Y no quiero hablar ya de algunos titulares de prensa, de los que ni atisbo quedaba de cualquier presunción de inocencia o de la más mínima compasión.

Pero ¿quién les restituye a los que han sido cargados de infamia el honor perdido, quién indemniza la burla de los compañeros de los niños en el colegio, quién las lágrimas de los parientes, quién el desprecio cruel de los vecinos, quién las noches torturadas de insomnio?

La opinión pública es una veleta, y derriba pronto a sus ídolos. Mucho más difícil es que vuelva a levantarlos tras haberlos arrastrado por el fango. Comprendo, así, algunas declaraciones trastornadas de Neira tras un calvario que ha ido mucho más allá de la sin duda merecida pena judicial: probablemente, a mí tampoco me quedasen ganas de conducir, ni de vivir, en el futuro, comprobada la pasta de la que está hecho el género humano circundante. Mejor, así, "un revolcón y tomarte un vino", como nos ha dicho, frase poco feliz ante la prensa, un Jesús Neira fuera de sí, acosado como un ciervo en tiempo de caza.

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